Capítulo 2

Recordando

Lo primero que hice nada más instalarme fue encender el ordenador y ponerme música. Necesitaba ahogar ese silencio tan intenso que habitaba en aquel piso y que me penetraba hasta las entrañas. Elegí esa carpeta tan especial para mí, donde guardaba esas canciones que formaban parte de mi vida y que siempre me encantaba escuchar. Keane empezó a sonar y su melodía fue llenando todo ese vacío que sentía en ese momento. Parecía que poco a poco sus notas iban coloreando aquella habitación de un tono más pastel y me tumbé en la cama saboreando aquella canción y el calor que entraba por el balcón.

El verano pasado había sido brutal, y por suerte este año no iba a ser igual. Ahora ya podía respirar. Ya no me ahogaba. Ya no tenía que pensar en qué hora sería la más apropiada para poder salir a la calle. Ya no le tenía pánico a ese calor horrible de los meses de verano que me oprimía los pulmones y me dejaba sin aire. Ya no tenía que pensar en cada uno de los pasos que daba mi cuerpo y ver si podría llegar a mi destino sin quedar exhausto. Este año, a pesar de todo, podía coger aire y expulsarlo sin miedo, sin temor a tener que echar mano de mi compañera de fatigas: la mochila de oxígeno. Este verano podía abrir las ventanas y respirar plenamente todo el oxígeno que llegaba a mis pulmones.

Y este pensamiento me hizo levantarme con pereza de la cama para salir al balcón que tenía mi habitación y ver la calle mientras los rayos de sol calentaban mi delgado cuerpo.

La estrecha calle de San Miguel seguía igual, con sus balcones de forja, sus fachadas blancas, sus tejados de teja marrón. Casas que en su mayoría tan sólo tenían una altura, lo que permitía que el sol entrara prácticamente durante todo el día. Muchas puertas y ventanas habían sido reemplazadas por otras más modernas. Otras, en cambio, habían sido castigadas por el paso del tiempo, pero continuaban con orgullo formando parte de ese paisaje urbano tan querido por mí. Y me fijé en el portal de aquella casa abandonada donde los niños del vecindario solíamos sentarnos horas y horas al terminar el colegio. Y no pude evitar imaginarme de nuevo allí, junto a aquellos escalones de mármol blanco, jugando con aquellos amigos de la infancia que ya no he vuelto a ver más. Algunas cosas habían cambiado en aquella calle, pero su esencia de tranquilidad continuaba siendo la misma. Y me entró nostalgia.

A esas horas de la tarde no se veía un alma. Eran horas de siesta, de descanso. Horas de estar con las ventanas cerradas para no dejar escapar el escaso frescor de las casas. Pero en esos momentos lo que menos me apetecía era estar preso de puertas y paredes. Al contrario, quería que el aire lo envolviera todo, aunque fuera aquel aire caliente y espeso de principios de julio.

Me encantaba saborear ese sentimiento de libertad que me acariciaba la cara. Esos rayos de sol quemándome la piel y recordándome que ya estaba fuera del hospital.

Era la misma sensación que cuando pisé por primera vez la calle después del trasplante bipulmonar al que hacía menos de cuatro meses había sido sometido, pero en aquella ocasión el miedo me atenazaba el cuerpo y aunque deseaba salir corriendo, escaparme y regresar a casa, la idea de irme de allí me causaba pavor. Ochenta y cinco días atado a aquellos médicos, a aquellas enfermeras, a una seguridad que en ese instante ya no tenía, me impedían disfrutar plenamente de aquel momento que había deseado durante tanto tiempo. Necesitaba llegar a mi hogar, pero a la vez, de alguna manera, estaba colgado de aquel hospital. Y desengancharme iba a ser duro. Y lo fue.

Oí la puerta abrirse y en el instante de girarme apareció mi mujer en la habitación, que, aparte de un dulce beso con aquella detestable mascarilla verde, me traía las pocas cosas que me faltaban para que mi estancia fuera más llevadera.

Cómo odiaba aquella mascarilla verde. Y más si la llevaba ella. Durante mi aislamiento y hasta que los análisis confirmaran que la tuberculosis ya había desaparecido, todas las personas que estuvieran conmigo deberían llevarla y además, por precaución, no podrían estar en contacto conmigo demasiado tiempo. Así que tenía que conformarme con ver esos ojos verdes preciosos, ese pelo color canela e intuir su bonita sonrisa que, a pesar de no verla, sabía que estaba ahí.

Iba a ser duro no estar con ella, ni con mi hija. Y en ese momento se me hizo un nudo en el estómago. E impulsivamente le di un abrazo. Un abrazo de esos en los que se te quedan pegados los brazos a la espalda y no quieres retirar por nada del mundo. De esos abrazos que no quieres que se terminen nunca y que huelen a mar y a flores. Y nos quedamos allí juntos, sin decirnos nada, sin soltar ni una palabra pero diciéndonos todo lo que en aquellos momentos el corazón estaba sintiendo a raudales. Al separarnos sólo nos miramos profundamente a los ojos y cogiéndonos de las manos nos dijimos un “te quiero” que hizo temblar hasta los dedos de mis pies.

Cuando oí la puerta cerrarse, se me cerró también el corazón.

Me pasé unas cuantas horas vagando por aquel piso. Recorrí cada una de sus estancias, sus rincones y sus secretos. Tan sólo se salvaron un par de habitaciones cuyas luces no funcionaban. Tantos años sin cumplir su función habían hecho que las bombillas no quisieran alumbrar en ese momento. Abrí cada armario que encontré a mi paso para descubrir qué reliquias seguían guardando de aquel entonces. Y me sorprendió ver que todavía había algunos detalles que recordaba perfectamente a pesar de los años. Fotos, libros, juguetes, alguna prenda olvidada en algún cajón… Y de nuevo mi enfermedad aparecía en forma de aquel aparato nebulizador antiguo, negro y caduco que tantos días me acompañó entre el vaho de los antibióticos. Cada mañana al despertar y cada noche antes de marcharme a la cama, tenía que hacer mi fisioterapia y mis aerosoles con aquel extraño aparato que tanto ruido hacía. No sé todavía cómo mi hermano aguantaba estoicamente aquel horrible escándalo. Cada mañana y cada noche. Era como un rito para empezar y terminar cada día de manera saludable. Una limpieza de pulmones que me permitían en cierta manera pasar el día y los sueños sin que la tos me molestara mucho.

La tarde cayó, al igual que mis recuerdos, y la oscuridad del crepúsculo me hizo ver que tenía que prepararme para la cena y para mi primera noche en soledad.

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