Capítulo 3

Las gotas juguetonas

Fue una noche rara. Mi doctora ya me había advertido de que la medicación podría producirme varios efectos adversos, entre ellos alucinaciones y visiones borrosas. Pero lo que ocurrió aquella noche iba mas allá de meros espejismos causados por el fármaco.

Tres semanas antes de este aislamiento ingresé en urgencias por un dolor en el lado inferior del pulmón izquierdo. Era mi primera molestia a nivel pulmonar después del trasplante. El diagnóstico: pequeño derrame pleural debido a los dichosos hongos de siempre y a una tuberculosis. Tratamiento: aislamiento aéreo tal y como se me había prescrito, primero en la habitación del hospital y luego en casa, e inicio de toda una batería de medicación tanto por vía oral como por vía intravenosa.

Así que allí estaba yo, después de cenar, enganchado al gotero y viendo cómo el líquido transparente y espeso se iba introduciendo en mi interior para, teóricamente, matar a aquellos bichos asquerosos que me habían fastidiado el verano.

Al principio todo fue normal, como cualquier dosis. Pero hubo un momento en que al levantar la vista para ver como iba cayendo el antibiótico, me fijé en que las gotas no estaban fluyendo a un ritmo continuo y normal. Caían de manera extraña. Era como un patrón arrítmico y desigual sin ninguna lógica, pero con un compás muy definido. Cerré los ojos y agité un poco mi cabeza, y al abrirlos todo volvió a la normalidad. Las gotas volvieron a su razón de ser, a caer con tranquilidad. Una a una. Lentamente. Como siempre.

Recordé las palabras de mi doctora respecto a los efectos secundarios: “Alucinaciones y visión borrosa”. Y me sonreí. Así que intenté olvidar el asunto y me enfrasqué de nuevo en la lectura de mi recién empezado libro. Al momento volví la vista al recipiente donde el líquido iba reposando antes de extenderse por mis venas y volví a descubrir ese ritmo tan raro y definido con el que estaban bailando las gotas. Pero esta vez no cerré los ojos, y mis manos fueron a la ruedecilla blanca que controla la cadencia de la medicación en el sistema de goteo. Y por mucho que la subía o bajaba, el baile de las gotas seguía siendo el mismo. Me asusté. Aquello no era nada normal. Era como si las partículas de líquido hubieran iniciado un juego a mis espaldas y se lo estuvieran pasando bien a mi costa. Instintivamente cerré el mecanismo, me quité la aguja de la vía y me levanté del sofá con la mirada fija en el perchero de mi madre, de donde colgaba el sistema lleno de aquella agua juguetona. Después de un momento, y con mucho recelo, volví a sentarme y a poner en marcha el sistema, comprobando que todo volvía a la normalidad. Me quedé un rato observando la caída de cada una de las gotas y, viendo que todo estaba bien, volví a la lectura de mi e-book, no sin echar de vez en cuando alguna que otra mirada inquisidora a aquel artefacto que creía tan conocido después de tantos años de interminables tratamientos.

Aquella noche me acosté intranquilo, dubitativo, pensando si había sido todo real o simplemente fruto de mi imaginación o de los efectos secundarios de la medicación. Me costó dormirme, pero al final caí exhausto, gracias al cansancio de todo un día agotador y repleto de emociones.

Al día siguiente pasé todo el rato que duró el gotero fijándome en cómo caía cada una de las gotas, sin apreciar nada extraño. Así que olvidé el tema y me concentré en cómo empezar con éxito aquel primer día de mi “cautiverio”.

Delante de mí tenía una infinidad de posibilidades para comenzar la jornada, pero los ánimos no estaban dispuestos para ninguna de ellas. Me sentía abatido, cansado. Mi mirada no conseguía encontrar nada que captara mi atención ni mis ganas. Había sido un año duro desde que me incluyeron en lista de espera para el trasplante y los últimos meses, sobre todo, estaban siendo realmente agotadores. Aunque nos habían dicho que el primer año iba a ser complicado, siempre tenía la esperanza de que las cosas irían bien y rodadas.

Desperté de aquellos pensamientos y me di cuenta de que llevaba ya un largo rato sentado en la cama sumergido en mis penas. Así no íbamos bien. Tenía que hacer algo. Encontrar un objetivo en el que centrarme y que me hiciera evadirme de la situación.

Y decidí hacer bicicleta. Pedalear. Fortalecer esas piernas que se me habían quedado raquíticas y sin músculo después de tantos días de hospital. Y eso es lo que hice. Empezar a pelear, en nuestra antigua habitación de juegos, con la bicicleta estática blanca que me había comprado para la ocasión y que me estaba demostrando que mi propósito no iba a ser tan fácil como creía. Y así fue. Al final ganó la bici. Me derrotó. Los días de cama y aislamiento me habían pasado factura. A pesar de que después del trasplante había ido a rehabilitación y al gimnasio para reforzar la musculatura y estar a punto para la vida real, dos semanas en el hospital habían hecho mella. Pero me sentía bien. Cansado pero bien. Una buena ducha seguro que me venía de maravilla para limpiar cuerpo y mente y hacer que me sintiera mejor todavía.

No me dio tiempo a bajar de la bicicleta. El techo gritó. Fue un crujido espeluznante, cruel. Un quejido horrible. Una llamada de socorro a todos mis sentidos. Se me erizó todo el cuerpo y me quedé totalmente paralizado mirando arriba y esperando que sucediera algo. Pero no ocurrió nada. Todo se quedó en el silencio más absoluto, pero la sensación de alerta se notaba en cada rincón de la casa. No me atrevía a bajar de la bici. Mis piernas no respondían y mi corazón todavía corría sin saber a dónde ir. Era como si el techo se hubiera resquebrajado en dos, pero no se veía ninguna marca, ningún corte, ninguna grieta que pudiera haber causado tal ruido. Aquella casa era vieja y sabía que el calor podía causar pequeños ruidos al dilatarse las paredes. Pero aquello no era tan simple. Aquello había sido demasiado terrible para ser causado por el calor de una mañana de sábado. Me bajé todavía con las piernas temblando. No sabía si era de la impresión, del esfuerzo o de ambas cosas. Me dirigí a la ducha con muchísima desconfianza y con todos mis sentidos abiertos de par en par por si se repetía. No ocurrió nada más. Absolutamente nada. Así que una vez pasado el susto y con aquella ducha refrescante, todo se volvió a activar de nuevo y el día volvió a la normalidad.

Fue un sábado pesado. De esos en los que todo pasaba a cámara lenta. Con un calor bochornoso que se colaba por cada pliegue de la ropa. El pobre ventilador apenas me daba tregua y por mucho que me esforzara en querer hacer algo, las ganas y las fuerzas se quedaban siempre en aquella cama desarreglada.

Mi mujer vino a media tarde. Vino acompañada de Marina, mi hija, mi princesa. Y aquello me supo a gloria. La presencia de mi hija me estimuló la circulación y me hizo despertar del letargo de todo el día. Fue como un soplo de aire fresco. Como un paseo por la playa a media tarde notando la arena y el mar bajo los pies. Los tres nos tumbamos en la cama, en ese jardín lleno de hierba, donde sentíamos gotas de felicidad en nuestra espalda y miles de sensaciones haciéndonos cosquillas en el estómago.

Y hablamos. Reímos. Jugamos. Y, aunque no les podía ver la sonrisa por aquellas engorrosas máscaras verdes, sus miradas reflejaban sus risas frescas y alegres. Sus ojos me cogían de la mano y me acompañaban a su bosque especial y lleno de esencias y perfumes deliciosos. Y me rodeaban con sus caricias sumergiéndome entre sus flores y hojas. Y sus palabras me transportaban a mundos llenos de paz, de ilusión, de esperanza. Un mundo en el que estábamos los tres juntos de nuevo, sin que nada ni nadie nos lo impidiera. Juntos para siempre la sirena, la princesa y el pequeño delfín.

Sin darnos cuenta la noche nos cautivó en su red y el sol se escondió sin apenas hacer ruido, para permitirnos disfrutar de aquel placer fugaz, pero verdaderamente hermoso. Pero las luces de la calle nos devolvieron a la realidad y aquella casa antigua me engulló de nuevo en sus entrañas.

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